Cuento: -Dios estaba en los cielos-

Predicaba el padre ante casi todo el pueblo, mientras se retiraban de la iglesia a paso sigiloso, lento, para alargar ese momento de descanso y paz. Excepto Eludio, quien corría entre las oraciones, la fe y la gente hacia la camioneta. Cerró la puerta y acomodó la cubeta de agua a lado de él, en el otro asiento. Aseguró su cinturón y también el recipiente. Arrancó. Los nervios se movieron acompañando a las ondas de agua. . La mujer subió maldiciendo, porque una cubeta siempre ocupaba su lugar al frente, después imploró perdón por decir malas palabras tan cerca del templo y sin darse cuenta la carcacha ya le llevaba ventaja al mismo camino

Eludio, ignorando a su mujer, aceleraba su carcacha, aunque ésta parecía acelerarlo a él. Respiraba con la misma fuerza que el motor. murmuraba con los labios sudados y trémulos de rencor. Casi escuchaba las gallinas de la casa y los puercos gritándole . Pero simplemente regresaba a la realidad de golpe, no con los golpes que matan, sino con los causantes de confusión. De repente, ruidos extraños, probablemente provenientes de la carcacha, se dejaron de escuchar. Oh, como deseaba que fuera su estómago, alguna enfermedad incurable, algo, menos la máquina. Creyó ver humo escapando de sus ojos, sin embargo, brotaba de los ojos del auto.


Parados en el ombligo del bosque y la carretera. Eludio sacó la cabeza por la ventana. Quería asegurarse que no hubiera nubes y no había. Con coraje, abrió la puerta izquierda, pero velozmente se arrojó al otro lado y salió por la derecha, zambullendo un brazo, a su paso, en el agua de la cubeta. gritaba Eludio mirando hacia arriba. Checó todo, la falla no aparecía. Le atacó la desesperación y subió al auto como gallina al matadero. Su esposa derramó mil gritos, que escurriendo por todos lados, inundaban cada rincón. Eludio se bajo y lo inevitable: cayó un rayo sobre su cabezota, entonces retumbó el sonido y el asfalto le tendió un seguro lugar para caer. Al instante se levantó y con furia arrojó su hebilla, que tenía la inicial de su nombre y la cadena con su nombre completo en su cuello al suelo, y se echó la cubeta con agua encima apagando su bigote convertido en barbicue, causando un olor muy apetecible que su esposa, con hambre, ya por el largo lapso sin alimento, casi lo pide para devorar.


Regresó al lugar del conductor y encontró el problema, el freno de mano puesto. Lo quitó . Tenía quemaduras: una inicial de E en la cintura otra en la nalga derecha y su nombre en el cuello. Parecía vaca con propietario. ¿Pero a quién se le ocurre ponerse tanto metal cuando le caen tan seguido rayos y a veces centellas encima? La marca en la nalga, cabe aclarar, era por un llaverito con su inicial. Incluso había dejado de ir al putero porque le apodaban la vaquita E. , y le mataban algo más que la pasión. Encendió el auto y no vislumbró humo, sólo a la luna jalando al sol para sacarlo.


Regresaron a casa y pateó a los cerdos por mentirle y mayormente para desquitarse. les ladró en un tono seco. Cenaron pollo y, ay caray, como lo disfrutó, pero su esposa no olvidaba el olor del bigote. Aterrizando en la cama Eludio llenaba su tanque con alcohol, para después despegar a la satisfacción del placer. Su esposa no lo aguantaba encima, no podían tener hijos y no tenía caso continuar con el sexo, que aunque su esposo ya se había aburrido de la misma cama, podría continuar toda la vida haciéndole. Esto le causaba un pavor viejo, tan viejo como regresar a su niñez, tan senil ya en su interior, cultivado desde la prohibición de su madre para no tocar la tierra virgen, le decían y como nunca habían podido tener hijos durante tantos años, ya no había sentido en hacerlo. Lo prioritario era poner fin al problema de los rayos, habría que ir a la capital a buscar un doctor.


Tantos edificios lo tranquilizaban, mínimo podían servir como refugio, en cambio en el campo, sólo es llano, puro llano para correr pero nunca llegar, más que otra vez al llano. La tía Mercedes los recibió con una sonrisa de mentiras, no podía haber algo tan malo como la familia de provincia y de imprevisto. Los arrimaron en la sala, junto al polvo del invierno acumulado por años y los foquitos navideños enredados entre la ventana. Bajo Luisito, aunque Luisito ya era Luisote. Eludio al verlo, con asombró, creyó que también Luisito sufría por la electricidad del cielo, ya que tenían los pelos parados cómo cuando le cayó un rayo subiendo al monte, cuando lo mandaron los caciques a extorsionar a los campesinos. Desafortunadamente para vaquita E, nuestro Luisito era un ciber-punk y ayudado por cantidades industriales de grenetina lograba levantar un colosal rascacielos de pelo y anarquía. Vaquita E aclaró la visita a sus familiares, éstos lo consideraron un loco rayando en la cordura y lo alentaron a salir como rayo en busca de ayuda.


Primero fueron a la basílica a dar gracias a Dios. En realidad vaquita E no quería, pero su mujer añoraba ver a la virgencita y pues quedaba de paso. Después de escuchar tres horas de misa, donde a los impíos se les prometía una bola de fuego eterno acompañada con truenos en su cono de nieve, prosiguieron a comer a unas quecas. < ¿Están buenas sus quesadillas?> preguntó Eludio. le respondieron. Como le chocó escuchar el sardónico comentario. Caminando a paso grasoso, a media plaza le cayó un trueno encima. El estruendo dejó sin fe a los creyentes y les dio fe a los ateos. Se cuajó alrededor una mancha de muchedumbre, mientras su esposa acababa de comer su quesadilla pasivamente. , . Un grupo de paramédicos llegó, lo tomaron, lo medio resucitaron y en camino al hospital, con la esposa que intentaba tranquilizar a los paramédicos y disfrutando del olor quemado del bigote, despertó Eludio, esperando a los paramédicos diciendo <¿Dónde rayos estoy?>.


Enterrada la ambulancia en urgencias, los llevaron ante un Doctor, por fin, alguien que ayudarles. Lo pusieron en observación, aunque no creyeron ni un céntimo de las palabras de Eludio y su esposa. . Instantes caminaron los segundos y se detuvieron justo en el momento de sentir el brazo de vaquita E levantando, y zas, una centella iluminó el cuarto. El doctor no podía creerlo, llamó al supervisor mientras intentaba darle auxilio a vaquita E. <¡Que estoy bien, estese!>. Casi todo el personal del hospital querían presenciar tan sorprendente ¿milagro?, una, dos, tres y casi cuatro, o tres y cachito porque no le dio exactamente el último rayo.


Lo llevaron a distintas clínicas, pero nadie pudo pronosticar o tratar tan mal, exámenes médicos, tomografías, radiografías; pero los guardianes de la salud no se ponían de acuerdo. Unos ya catalogaban la enfermedad como rayitis aguda y para otros era imposible de eliminar. Lo llevaron a la universidad más prestigiada de la ciudad, donde un científico, sanamente demente, midió, graficó, observó, desde varias posiciones, incluso se puso de cabeza, para determinar el problema. pero Eludio, sin entender lo que había dicho, le echó la culpa a Dios, porque le habían dicho que vivía allí, en el cielo, entre estrellas y pájaros. El erudito no tardó en llorar entre risas y rechazar la existencia de dicho ser. Después lo metieron en varias máquinas, lo mojaron, le hicieron un traje de hule, le aplicaron el método científico a más no poder hasta que concluyeron que se necesitan más análisis y observaciones. Con tanto ajetreo, vaquita E sentía que incluso, las ratas que vivían en el mismo laboratorio tenían más comodidades. Le parecía inhumano todo, incluso preferían un trato como el que daba a los campesinos cuando mandaban a extorsionarlos. Su paciencia se derrumbó entre focos y agujas medidoras. Una noche, organizó una huida y se marchó sin que la ciencia pudiera empeorar o mejorar su mal.


El caso llegó al horno de los periódicos y se vendieron calientes, con encabezados; “Hombre centellante”, “Mil rayos y vivito y coleando”, “¿Qué rayos le cayó?”. La televisión más importante, no desaprovechó y fabricó una historia, haciendo llorar a toda una nación, por el hombre rayito. Filmaban su cubetita con agua y después a Eludio, que gozaba de ser una luz brillante en la tele. Incluso lo metieron a formar parte en un programa, donde los de Rayito Peruano lo invitaron a participar con la banda argumentando . Sin embargo, en aquella ocasión no pudo mostrar su fragoso talento por la falta de medidas de seguridad en el lugar. La televisora más amarillista del país decidió después de asignarle un programa especial donde, un esplendido espectáculo musical, adornado con mujeres desnudamente tapadas que bailaban mientras vaquita E sufría la mayor cantidad de relámpagos, generaría un hit televisivo. Avaros por nacimiento, esos productores no podían dejar de pensar en el ahorro en efectos especiales. Las desgracias de Eludio por fin anochecerían en fama y fortuna, e imaginó una foto suya, donde su cuerpo había recuperado 10 años de juventud y lo rodeaban dos muchachotas con una combinación de cuerpo griego y damisela del libro vaquero.


A su mujer no le gustaba la idea, sentía que la cambiaría por otra. Eludio no tardó en hacerlo, y ni siquiera había comenzado la sátira que no pretendía ser sátira de su programa. Todo ocurrió en el estadio más grande del país y la gente que asistió, aullaba, asechaban a Eludio. Nunca había contemplado tal multitud. El trabajo consistía en imitar un pararrayos, definitivamente, Benjamín Franklin estaría orgulloso de él. El pánico escénico lo dominaba, a unos segundos para que entrara, casi lograba desaparecer entre la muchedumbre, sin embargo, justo cuando mencionaron su nombre con fulminaciones, un rayo, brotó hacia él. Era imposible no ubicarlo. Fueron a recogerlo y uniéndolo, como un payaso a su nariz, como un cuchillo al apuñalado, a un traje más brilloso que los labios de una ciudad nocturna, vaquita E fue arrojado a la fama, hacia la lumbre artística, y encarcelado por mujeres anoréxicas, mientras oía todo el fragor del pánico dentro de sí. Los aplausos de sus fanáticos, generando tanto ruido, callaron unos segundos las palabras de los profetas.


Su gran momento había comenzado. Sólo tenía que caerle un rayo. Pero nada pasaba. Diez minutos, y las bailarinas ya no sabían que hacer, veinte minutos, no pasaba nada, y los conductores callaron en un tono fuerte, con un gesto sin expresión y entraron los comerciales. Uff, benditos comerciales. Eludio se movía como una estatua en un parque, después, el silencio fue mutilado por abucheos enroscados en la basura lanzada haca él. Saliendo del estadio, tres rayos seguidos toparon con su cuerpo. Adherido a su fracaso, vaquita E huyó hacia su casa, que no lo halagaría, pero tampoco se azuzaría ante su desdicha; hacia su esposa, donde encontraría un olvido fragmentado por un perdón.


Regresaron el pueblo, a la antigua iglesia y cuando el viento cambio de sonrisa y el polvo mudó su ropa, su esposa comentó . Eludio enloqueció y corrió para perseguir la sombra del camino, hasta desviarse, entre la maleza y el aliento del bosque, a la montaña más alta de la región. Cayeron, como lluvia, un centenar de rayos sobre él, hasta que encontró una cueva. . Estaba cansado y durmió como el verano duerme en invierno. Al despertar, alterado por el cuerpo de un esqueleto que le había servido de cama, descubrió una nota con su nombre; “Para mi hijo Eludio”. Aunque no sabía leer muy bien, pudo ver las letras de su nombre. La tomó con sus manos y su vista se perdió en traducir oración tras oración. Al final únicamente entendió , pero ¿qué era eso?, ¿qué quería decir? Pensó entre un laberinto: ¿será mi padre al cual nunca me mencionaron?, ¿será ese hombre que me dejó?; ¿será mi hijo castigado como yo?, ¿ o tal vez si muero mi hijo se salve?, ¡seguramente ese cadáver es mi padre!, ¿por qué murió solo?, ¿por qué estoy aquí?. Y las horas se le fueron, hasta llegar a una salida: .


Regresó a su casa a la velocidad de un rayo. Cargó su rifle treinta treinta, bebió pulque en su silla favorita y salió como un beso a unos labios. Escaló, trepó, caía y se levantaba con la fuerza de un muerto vivo, y cada rayo lo revitalizaba cuánticamente. En la cima, estranguló su vista al horizonte y apuntó a lo más alto, cuando las nubes despejaron un rincón, quitó el seguro, meditó en centenares de consejos nunca dichos por su padre y apretó estoicamente el gatillo, una, dos, recarga, una, dos, recarga, hasta acabarse las balas. El cielo enrojeció, y si hubieras estado allí, jurarías junto a la tierra, que se escuchó un fragor de muerte. Eludio bailó entre riscos, ajetreando su arma mientras producía la industria de su boca un vocabulario coherentemente erróneo. Sin embargo, el cielo no siguió rojo y definitivamente no sangraba. Simplemente era el atardecer que suspiraba en sus tonos rojizos, casi rosas. Al final, una centella, un estruendo, una ráfaga y un relámpago, oculto para nosotros, calló sobre él.


 
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